Hoy en día se habla mucho del pensamiento positivo y se alude a él cada dos por tres. Sin embargo, pienso que no deja de ser un concepto algo antiguo que lleva con nosotros desde hace mucho tiempo.
Al final, no es más que buena voluntad para enfrentarse al día a día, a nuestro día a día, con una actitud buena, calmada y serena.
Una buena voluntad a la hora de relacionarnos con los demás, que hace que nuestros intercambios sociales sean más ajustados y mejores.
Una buena voluntad para atrevernos a hacer las cosas, aunque nos causen miedo o no nos gusten, porque vemos en la acción la capacidad de adaptarnos y de enfrentarnos a todo. Con la esperanza de aprender de todos y de todo aquello que hacemos en nuestra vida.
La buena voluntad que nos lleva a demostrar gratitud por todo lo que tenemos y también por lo que hemos perdido, y a quienes se fueron, pero tuvimos la suerte de conocer y disfrutar.
Esta buena voluntad es la que nos impulsa cada día, y especialmente en los tiempos actuales, a enfrentar los inconvenientes cotidianos con buen ánimo y nos va dejando un poso de resiliencia para poder afrontar aquellas adversidades que nos toquen.
La buena voluntad que nos lleva a no juzgar al prójimo, a no hacer juicios de valor acerca de los demás, a ser compasivos en nuestras acciones y juicios, y que nos lleva a conectar con el otro en una corriente de empatía que nos hace más humanos.
Una buena voluntad que, cuando nos la aplicamos a nosotros mismos, nos lleva a no condenarnos por nuestros errores, sino a sabernos imperfectos y, por lo tanto, cada día más humanos.
Estamos en tiempo de Navidad y es frecuente oír referencias a la buena voluntad.
Ojalá que la tuviéramos presente todos los meses del año y no solamente en este mes de diciembre.
De cualquier manera, ejercitar esa buena voluntad nos hace mirar la vida con un enfoque mucho más tranquilo, sereno y con una satisfacción interior, que nos ilumina el corazón.