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A lo largo de nuestra vida todos experimentamos momentos en los que debemos partir de cero.
La ruptura de una relación de pareja, la pérdida de un trabajo, una enfermedad… todo parecía ser inmutable y, de repente, de la noche al mañana, todo cambia. Y generalmente nos coge desprevenidos.
No lo esperábamos, solemos decir, a pesar de que muchas veces las señales que veíamos anunciaban este cambio repentino. Pero no hacemos casos a esas señales. Preferimos no mirar o no pararnos a pensar qué está pasando. Eso se ve muy claro en las relaciones de pareja o también en las señales que va mandando nuestro cuerpo y que nos avisan de que algo no va bien pero a las que que, tan metidos y acelerados como estamos en el día a día, no hacemos caso.
Estos cambios repentinos nos obligan a comenzar de nuevo y nos provocan internamente un huracán emocional en el que parece que ya nuestra vida no va a tener sentido y que nuestro mundo, tal y como lo vivíamos, se desmorona.
Sin embargo, dice un refrán que aquello que no es capaz de matarnos, nos fortalece, es decir, del dolor que experimentamos, profundo, debemos ser capaces de recomponernos. Porque es verdad que lo que no es capaz de matarnos nos hace renacer.
Y así, romper con una pareja puede hacer que nos encontremos con nosotros mismos y que nos preguntemos qué tipo de relación queremos realmente a nuestro lado. Descubriremos que estar solos no es malo (y que no es para tanto) y que una vez pasada esa primera fase de dolor, seremos capaces de disfrutar, descubrirnos a nosotros mismos en áreas que creíamos que no teníamos y, por lo tanto, prepararnos mejor para otra relación que podamos tener.
Perder un trabajo puede llevarnos a pensar de manera más creativa, a investigar qué otras cosas podemos hacer además de las que desempeñábamos, y a descubrir en ocasiones nuestra verdadera vocación.
Enfermar puede fortalecer nuestra paciencia, la escucha a nuestro cuerpo, la esperanza y la conexión con nuestros valores más profundos.
No se trata de resignarse y de conformarse pasivamente con lo que nos toca. Mucho menos de lamentarse. La queja no sirve para nada y no debemos malgastar un minuto en ella.
No hay nada más perjudicial que la autocompasión porque nos paraliza y se convierte en una actitud que enraíza profundamente en nuestro interior, amargándonos.
No se trata tampoco del llamado “buen rollito”, tan en boga hoy en día, y que esconde una superficialidad que no se sostiene.
Se trata de un auténtico cambio de actitud, de un profundo compromiso con uno mismo y con la vida.
No importan los negros nubarrones que se ciernan sobre nosotros, hay que levantar siempre la mirada y ver más allá. Porque, al final, siempre acaba por clarear.