Vivimos una época atolondrada en la que todo sucede a gran velocidad. Casi por inercia, las personas nos metemos en ese torbellino de “todo rápido”, cambios continuos, nuevas tecnologías, necesidad de estar siempre presentes en muchos sitios, exigencias individuales que nos hacen estar muchas veces hiperactivos, permanentemente haciendo cosas y probando nuevas sensaciones. Es la época del estrés, que siempre pasa factura, sintiéndonos ansiosos y agotados.
Es frecuente, por ejemplo, ver a padres que además de trabajar fuera de casa, lo hacen dentro con multitud de actividades programadas para sus hijos y también para ellos mismos. Padres que se turnan para atender a los hijos para poder ellos tener su espacio y quedar con amigos, salir a hacer deporte... queriendo llegar a todo, como si la exigencia de hacer y hacer cosas diferentes fuera real. Vemos también a niños apuntados a muchísimas actividades, además de las propias de la escuela, entre las que la vida familiar queda diluida. El estar en casa casi es algo negativo, porque permanentemente hay que hacer “algo”.
Es la época del consumo rápido, de que lo que ayer era un “crack” en pocos días ya no significa nada, y así van pasando los años con un permanente cansancio, agotados al final del día y, en ocasiones, con poco disfrute de lo hecho.
Es necesario que seamos conscientes de que podemos vivir de otra manera. Es necesario organizarse mejor, priorizando realmente lo importante en la vida de cada uno.
¿Y qué es lo verdaderamente importante? Primero, uno mismo y su bienestar personal. Porque si uno se encuentra bien consigo mismo lo estará también con los otros y, de esa manera, será capaz de estar ahí, ayudando o colaborando.
Esta prioridad no es egoísmo, sino realmente decidir qué es lo importante del día de hoy. Solo lo que vaya a hacer, sin cargarme de mil actividades. Lo prioritario siempre, siempre, van a ser las personas, el contacto afectivo con los hijos, la pareja, la familia, el compañero de trabajo… cada uno en su medida, pero eso debería ser lo prioritario.
Aturullarse haciendo mil planes nos priva muchas veces de ese contacto afectivo, de la calidez que deben tener las relaciones interpersonales, en las que la charla, el estar juntos, el tomar un café con calma, interesándonos de verdad por el otro, se convierte en la sabia que nos hace vivir mejor.
No hay que dar volteretas, ni hacer grandes artificios, ni llevar o comprarse el último invento. Hay que aprender a vivir sin prisas, con calma, haciendo cada cosa con tiempo, reflexionando, huyendo de ese frenesí agobiante que nos hace llenarnos de estrés y malestar.